jueves, 16 de noviembre de 2017

Paul Groussac: Génesis del héroe

GÉNESIS DEL HÉROE

En los primeros capítulos de la presente obra[1], huyendo de la vaguedad y del equívoco, que son los peores enemigos de las ciencias históricas, me esforcé por separar netamente al hombre de genio, propiamente dicho, de esas colosales personificaciones populares, —fundadores, profetas, conquistadores—, a quienes el epíteto flotante de “grandes hombres” se adhiere comúnmente. Si pudiera despojarse de todo viso pretencioso una aproximación que, en este caso, no implica sino deferencia respetuosa y admiración, me atrevería a confesar que he procurado aplicar a esta vasta cuestión de psicología histórica el método científico, de que el ilustre Lyell ha dado el ejemplo y el modelo más acabado en sus Principios de geología[2]: la hipótesis fecunda de las causas actuales, cuyas conclusiones podrán ser discutidas, tachadas de excesivas, como todas las del transformismo, sin que se amengüe el valor duradero de una doctrina general, cuya potencia eficaz se revela precisamente con adaptarse a materias distintas de las que apuntaran sus autores.
Se ha llegado así, por el estudio sólido y relativamente fácil del hombre de genio contemporáneo y de sus obras maestras, a un concepto no ya retórico y arbitrario, sino analógico y estrictamente inductivo de sus grandes antecesores.
El análisis exacto de la naturaleza y modo de acción de esas individualidades sobresalientes, a la luz de la biografía casi actual y en sus manifestaciones menos discutibles, —como acontece, por ejemplo, con Hugo, Wagner, Darwin, a quienes se ha podido estudiar casi de visa y desnudos de la engañosa refracción de la distancia—, no suministra únicamente un marco positivo, una medida precisa de lo que fueron sus congéneres pasados —Shakespeare o Dante, Beethoven o Bach, Cuvier o Aristóteles—; permite determinar en general la naturaleza y acción del genio en la ciencia y en el arte. De suerte que, con ser representativas de estos grupos selectos, las monografías razonadas ascienden del rango de documentos históricos a la categoría de hechos filosóficos.
Merced a ese criterio prudente y que reputo exacto —si se maneja con las precauciones requeridas—, ha podido comprobarse que el genio no es necesariamente un indicio absoluto de superioridad intelectual, sino una “facultad”, un poder aislado y exclusivo; localizado no pocas veces y dotado de extraordinaria energía: verdadera llamada o vocación, cuyas manifestaciones e impulsos casi instintivos e irresistibles se apartan singularmente de los del talento habitual. El talento es la resultante normal y armónica de todas las influencias convergentes de la raza, de la familia y de la educación, en el sentido lato de la palabra, o sea del medio ambiente. Puede admitirse la hipótesis de un estado de civilización, tan adecuado a la “especie” humana, que produjera el talento en la mayoría, como produce en las otras especies la robustez y la salud. Hasta podría decirse que ello se ha realizado parcial y pasajeramente en la historia: todos los pintores italianos del siglo XVI revelan habilidad de dibujo y colorido; todos los escritores españoles del siglo XVII tenían estilo; todos los artistas franceses del siglo pasado poseyeron el gusto y la gracia ligera. Pero, ningún estado de civilización bastará para elaborar un hombre de genio. Sería tan ilusorio esperarlo como creer que los progresos de la metalurgia realicen la creación de un gramo de oro. Cuando más, podrá lograrse que un mayor número de genios virtuales sean electivos, y salgan a la luz algunos que yacen en la obscuridad.
El proceso contrario es el más probable. La democracia[3] conquistará la alta civilización, como los Hunos el mundo latino: teste David cum Sibylla. Posee el sufragio universal que es su fórmula, la instrucción gratuita y obligatoria que es su molde, la prensa que es su órgano. Su triunfo es inevitable. Será el más completo y pesado de los despotismos: el despotismo de la mediocridad. La forma de su instrumento omnipotente tiene toda la belleza de un símbolo: es un laminador, la máquina que aplasta para mejor uniformar, y realiza el ideal de la igualdad por el perfecto achatamiento. —De esos cilindros de acero se escapa en hojas sueltas, toma su vuelo gris a las aceras polvorientas o fangosas, la biblia de los tiempos nuevos que nadie se ocupará en encuadernar: es la curiosidad instantánea, superficial, inconsistente, que alumbra con humo y llena con oquedad; la actividad en el vacío; la información pasiva sin el esfuerzo de la investigación; el sucedáneo moderno de la anticuada sabiduría; la moneda falsa de la verdad esterlina; el asignado que dice: valgo, y no tiene valor; el derecho a no meditar; la coartada de este delito: ¡pensar por cuenta propia! —Santa Teresa, no Malebranche, llamaba a la imaginación: la loca de la casa. Esa loca ya no está en casa: está en la calle, en el paseo, en la bolsa, en el tranvía, engullendo su escudilla de rancho “igualitario”, su ración de sopa boba intelectual. ¡Salud al gran educador de la democracia! Su Majestad el Diario, — en latín, Ephemeris. Nace, circula y muere en un mismo día; lo recogen a la tarde las barrenderas mecánicas, en una nube de polvo que simboliza la mentira, la ignorancia, la fatuidad. Pero renacerá de sus barreduras, a manera del fénix aquél. Es infatigable, inacabable, innumerable, como el microbio. No dudéis que la democracia agradecida le levante un grandioso monumento, allá por 1940, izando encima el birrete de ese pobre Gutenberg, —tan inocente del “periodismo” como este Colón del “Colombismo”. Después del centenario internacional de la simpleza, nuestros hijos alcanzarán el jubileo universal de la vulgaridad. —¡Está, pues, muy evidente que la civilización actual viene incubando hombres de genio!...
La conclusión necesaria de ser el genio una propiedad, distinta y una verdadera “forma” intelectual —en el sentido escolástico—, ha permitido clasificar por familias esos grupos privilegiados, de manera que cada una — matemáticos, filósofos, inventores, pintores, poetas, músicos, etc.—, no tuviera con las vecinas más elemento común e irreducible que ese quid divinum primitivo e impulsor. El genio entraña quizá la ley secreta de la vida —la voluntad de Schopenhauer—: pues es él quien crea sin descanso y encuentra en la obra maestra realizada su sanción inmortal. —Todas las otras cualidades pueden ser diferentes o semejantes: no influyen en la clasificación, son accesorias.
Por fin, hemos podido convencernos de que semejante clasificación no es arbitraria ni superficial, pues se apoya, como las clasificaciones naturales, en un hecho permanente y profundo, en un modo de ser que la raza o la educación puede alterar sin destruirlo; en una aptitud constitucional bien definida y circunscrita que debe arrancar, en último análisis, de cierta conformación especial de los órganos de los sentidos, de cierto desarrollo insólito de una región o circunvolución cerebral.
Pero, si es legítimo tener el genio por un accidente sublime en el desarrollo normal de la especie, hemos hecho justicia de la tesis psiquiátrica que se limita a renovar con pretensiones científicas la añeja teoría burguesa del gran artista “desorbitado” y extravagante. La asimilación de la “inspiración” a un delirio real es un concepto romántico, más que determinista, de Moreau de Tours, en el que se ha ingerido gratuitamente la “degeneración hereditaria” de Morel.
Los sucesores, como era de temerse, han acentuado la conclusión: la degeneración hereditaria se ha convertido para ellos en una entidad mórbida, entre cuyas evoluciones propias y necesarias figuran las varias neurosis, ¡“desde el genio hasta el idiotismo”! Hemos visto que, respecto de la psicosis, el genio no constituye ni una susceptibilidad ni una inmunidad; que las inferencias antropológicas carecen de base para asentar sólidas inducciones; y que, por fin, no siendo en general exactos ni probantes los ejemplos históricos coleccionados por los alienistas, la ruidosa tesis psicopatológica se reduce a la publicación de tres o cuatro volúmenes ligeros de doctrina y pesados de estilo, sobre cuya ligereza y pesadez L’Uomo di genio, del profesor Lombroso, ocupa el primer puesto.
Tal es, en resumen, el procedimiento que se ha ensayado en una materia que, al parecer, lo rechazaba. Creo que el procedimiento contrario, el que partiera del pasado para llegar al presente, no podía conducir a resultados generales ni suministrar una conclusión sólida. Por lo menos, nunca la ha dado, a pesar del inmenso talento personal que alguna vez se desplegara en la empresa. Explicar una realidad siempre idéntica y siempre presente, apoyándonos en la sola conjetura histórica, equivalía, bajo pretexto de lógica deductiva, a hacer preceder el estudio de los organismos vivientes por el de los fragmentarios y dudosos organismos primitivos, y comenzar la historia natural por la paleontología.


II

Pero, al lado del hombre de genio, cuya obra inmutable e imperecedera, con su valor propio y personal, queda siempre accesible, extendiendo a nuestro examen ese diploma de identidad y superioridad: se alza esa otra grandiosa y vaga personificación histórica, humana o nacional, que suele llamarse “el grande hombre”. Algunos están flotando por entero en la leyenda, como Eneas o Moisés; otros emergen de la nube con su aureola tan deslumbrante, que impide distinguir lo real de lo ficticio en su cambiante personalidad: así Mahoma o Carlomagno. Por fin, los más circunscritos o recientes, como Gutenberg o Cristóbal Colón, se nos presentan tallados en el firme granito de la historia: pero el océano ilimitado baña sus plantas invisibles y cubre su pedestal, dificultando su acceso y apreciación exacta… Son aquellos los “héroes” del idealista Carlyle, cuya existencia grandiosa condensa la de la humanidad[4]. —En todo caso, son los nombres inmensos y fulgurantes de la historia y de la poesía; y, al pronunciarlos, las metáforas enormes y cósmicas acuden inevitables a la imaginación. Los unos nos aparecen desmedidos y lejanos, imposibles de precisar y resolver aun con la más amplia conjetura, semejantes a esos cometas que no poseen consistencia distinta de su propia atmósfera inflamada. Los otros, más cercanos a la humanidad, conservan sin duda un núcleo de realidad sólida y resistente; pero sospechamos que todo su brillo es reflejado, como el de los planetas, tanto más resplandecientes cuanto más próximos al sol en cuya luz se envuelven, —a igual de esa Venus ínfima que deslumbra nuestra ignorancia más que las estrellas de primera magnitud…
Se comprende, desde luego, que nuestro camino abierto y recto se acabe aquí, y no pueda prolongarse más que como senda ondulante y estrecha. En lugar del suelo firme, sentimos bajo nuestras plantas el pantano engañoso o la costra grietada y frágil de los geisers de Islandia. Nos falta ya el testimonio concreto e irrecusable de la obra maestra, que podría reemplazar la biografía personal y la historia contemporánea del hombre de genio. —El retrato de una deliciosa andaluza radiante de júbilo vital como una flor abierta, con este comentario, Murillo pinxit[5]: ¿qué más explícito documento para el estudio del arte hispalense? El hombre de genio está en lo absoluto y definitivo: no hay evolución humana —en los límites actuales de nuestro entendimiento— que pueda reducir a un Galileo o Newton a la estatura común. En el mundo fugaz de los sonidos, cuya íntima vibración con el alma humana parece un obscuro y eterno recuerdo de la vida elemental, no es admisible, sin atrofia del órgano preciso, que pierda su virtud sublime la Sinfonía patoral o el preludio de Lohengrin. Mientras exista la poesía escrita, la intensa visión del mundo externo y el don prodigioso de la expresión verbal formarán parte esencial de la belleza literaria: ¿cómo prever, entonces, que nazca jamás algún poeta, al lado de cuyas producciones la Leyenda de los Siglos sea pequeña?
Por el contrario, la grandeza representativa de los “héroes” es del todo extrínseca y convencional. Su gloria es obra entera nuestra, es decir de la opinión colectiva de las generaciones, prolongada y desbordante. Es de aquella fama secular, que pudiera decirse propiamente: ¡vires acquirit eundo! La proposición de Carlyle es cierta, en el sentido recíproco: es decir, que la historia o la leyenda del gran hombre es la de la humanidad en un momento de su evolución. —Por otra causa tiene también que fallar aquí el método empleado. No podemos ya remontarnos directamente de lo presente a lo pasado. El factor principal es siempre el tiempo, pero, esta vez, sería el tiempo futuro. Los grandes hombres contemporáneos, no los conocemos, puesto que no son tales por su obra personal y tangible, sino por lo que ella venga a ser más tarde, merced a la colaboración anónima y al culto incesante de la posteridad:

Qui de nous va devenir un Dieu ? [6]

Estamos clavados en el momento actual, que no es sino un punto de la curva infinita; seguimos la rama ascendente de la parábola que sube hasta perderse en la nube, y conjeturamos que le es idéntica la rama inferior que se hunde en el mar. Entre dos abismos de ignorancia casi completa, de tinieblas casi igualmente espesas, pasado un estrecho límite, no nos es dado sino alzar los ojos hacia ayer. Pero, en el pasado más reciente, la frondosa vegetación de la leyenda, las mil lianas trepadoras de la imaginación popular han envuelto y ocultado de tal modo el tronco primitivo, que, si existe, para el espectador es como si no existiera —y que la evolución de un mito puro como Eneas y Jasón, no es mucho más conjetural y aventurado que la tradición histórica de Alejandro o Jesús, cuyo existencia real no puede ponerse en duda.
Con todo, la diferencia es esencial. Ser o no ser: la palabra de Hamlet es el santo y seña de la historia. Lo que la humanidad creara de la nada, por simple emisión imaginativa, puede llenar por siglos los inania regna de la poesía y la superstición: no llegará jamás al ser completo. Desde el origen, no hay un átomo perdido o agregado en el conjunto de la creación: es siempre la Isis inmensa, que contiene cuanto fue y será. Y tal es, en suma, la señal indeleble que diferencia a los héroes materiales, de aquellos otros entes simbólicos y vacíos de substancia, con que satisface la humanidad sus irresistibles tendencias al antropomorfismo. Los segundos se parecen a los primeros hasta confundirse con ellos: pero son vanas apariencias, sombra o imagen de la realidad. En todo lo demás la analogía subsiste; y la exageración legendaria se adhiere a los unos y los otros con igual tenacidad, como que en ambos casos entra en actividad normal la misma facultad imaginativa. Imaginar es elaborar imágenes; ahora bien, estas imágenes internas se forman idénticamente en nuestro espejo cerebral, siempre aberrante y cromático, ya se trate de reflejar un fragmento del universo, ya de fijar un vago concepto mental, el “sueño de una sombra” según la m-lancólica expresión de Píndaro[7].
Constituyendo ese poder y esa necesidad de la imaginación su funcionamiento incesante y normal, compréndese cómo, desde el principio hasta hoy, cuanto ha dominado y sigue dominando la vida humana —religión, arte, pasiones— fluctúe en el mundo elíseo de la ficción. —La pobre humanidad, efímera cadena de generaciones que se renuevan y suceden sin que ninguna llegue a la madurez, no puede soportar la verdad desnuda: procura inventar alegorías que mezan y engañen sus tristezas[8]. Sobre lodo, necesita adorar, tributar culto religioso a las fuerzas ambientes, benignas o nefastas, que supone conscientes y vigilantes de su ínfimo destino. Y como toda idea es imagen, y la imaginación no procede sino por analogía, las fuerzas naturales e influencias colectivas se condensan en personificaciones antropomórficas, en entes gigantescos que la humanidad atavía —cual hace el niño con su juguete—,  con la figura, los móviles y las pasiones de la humanidad. Del propio modo, pues, que personificara la aurora y la tempestad, el mar y la montaña, el volcán terrible y el sol fecundador: inmortaliza en algunos tipos sobrehumanos de conquistadores o profetas, sus propias luchas seculares con la tierra madrastra, su largo esfuerzo civilizador, su doloroso deletreo del enigma universal, la expansión de su propio heroísmo y de su genio colectivo. Y es así cómo, en los tiempos modernos, ha creado con su propia substancia a Rolando y Guillermo Tell, o transformado gloriosamente al Cid y Carlomagno, usando el mismo procedimiento simbolizador con que en los siglos mitológicos “humanizara” a Júpiter y Neptuno, o prestara atributos divinos a Teseo y Hércules.
De esa doble e imperiosa tendencia humana al antropomorfismo y a la adoración, han brotado en vegetación magnífica y exuberante las teogonías, los cultos, los ciclos poéticos, las aureas legendas, —tan íntimamente vinculados los unos a los otros, como el sabor del fruto maduro a su fragancia y color. —No puede, por ejemplo, existir culto de latría sin prácticas supersticiosas e intervención de lo sobrenatural. La superstición es el humo de la religión, —fuego por siempre inextinguible en el corazón del hombre. —Y ello acaso daría la clave de la dolorosa expectativa en que se agitan algunos de los más nobles espíritus modernos[9]. Se busca un culto nuevo y no se lo puede encontrar. —El catolicismo no es ya sino la corteza del cristianismo; la savia no circula por el tronco ahuecado; no se renueva: Janssen será su último defensor de gran talento. Y un árbol que no resucita incesantemente por el retoño y la floración, está maduro para la suprema cosecha que el Evangelio señaló: excidetur, et in ignem mittetur[10]. El protestantismo nunca tuvo de verdadera religión más que su parte común con el catolicismo. Como lo dice su nombre, ha sido una protesta contra el romanismo descreído y pagano. Realizada en la Iglesia la reforma interna, la reforma externa perdía su razón de ser. Por eso es que, pasada la lucha, esa vasta asociación de entristecimiento mutuo —sin culto ni ritos, sin misterios ni ceremonias simbólicas— ha quedado estacionaria. Se ramifica en sectas sucesivas como el enfermo incurable que ensaya todas las terapéuticas: —El liberalismo masónico, con sus mandiles, y el espiritismo con sus mesitas, son igualmente grotescos. —La filosofía, por fin, es una ciencia, lo contrario de una creencia...
La inmensa dificultad para fundar una religión verdadera y viable —que no sea una fría sociedad de beneficencia o una mera elegancia social— arranca de la misma distinción intelectual de sus fundadores. La lucha está empeñada entre el corazón que necesita el misterio, y la cabeza que no lo puede admitir[11]. La religión futura sólo podrá surgir de la violencia, después de algún cataclismo anárquico —cuando un puñado de apóstoles ignorantes y fanáticos se arrojen a batallar por una gran ilusión ingerida en todas las fibras del alma humana, rodeada de misterio y exigente de sacrificio, cuyas flores de martirio esparzan por el mundo una inmensa redención— semejante a la que fue la vía, la verdad y la vida de la humanidad por cerca de diez y nueve siglos. ¡Que venga pronto, puesto que las otras han perdido su virtud! ¡Que venga pronto y sea bendecida, si ha de devolvernos el ideal, y barrer al olvido esa vulgar y repleta democracia que creyó perpetuar su imperio de medio siglo, haciendo dirimir por el vientre el angustioso conflicto de la cabeza y del corazón!

III

Las dificultades, empero, con que se tropieza, al pretender determinar el esfumado contorno de los héroes que han existido, se acrecientan en razón misma de esa pasada existencia terrenal. El mito puro y el hombre de genio son entidades filosóficamente simples. El primero es una creación total de la nación o de la raza: conocidos los elementos fundamentales del grupo étnico a que pertenece, se induce el tipo heroico, como de los rasgos característicos de una especie vegetal se induce la flor. El segundo nos pertenece sin intermediarios por su obra subsistente que podemos abarcar. Pero el héroe histórico es generalmente mixto; podría definírsele: un fragmento de historia combinado con la leyenda. ¿Cómo prescindir de su existencia material? Y, por otra parte, ¿cómo reducirle a las estrechas proporciones de su existencia material?
Nadie, que yo sepa, ha hecho esta observación que arroja viva luz sobre el proceso germinativo de las entidades simbólicas: y es que los organismos colectivos obedecen espontáneamente a las mismas leyes que los individuales, en los dos casos distintos que tengo señalados. En términos más claros: un pueblo, durante un siglo, elabora un mito puro o transforma a un ser real, obedeciendo a las mismas leyes que presiden, en el cerebro excitado durante una hora, al desarrollo anómalo de la alucinación y de la ilusión. Estúdiese en los tratados especiales[12] la formación cerebral de esa imagen prolongada y persistente, sin causa externa que la provoque. como es la alucinación, y se verá empleado un procedimiento análogo al de todo un pueblo que crea ex nihilo a un héroe nacional, con todas las circunstancias y rasgos de la realidad —cual ha sucedido, por ejemplo, al pueblo suizo con Guillermo Tell, personificación ideal de su independencia[13]. Lo propio sucede, con la ilusión —esa modificación profunda de una sensación real debida a un funcionamiento mórbido del organismo; la imaginación individual que elabora ilusiones y ofrece este espectáculo interno a la conciencia, sigue un proceso idéntico al de la imaginación colectiva que adopta a un bandido desalmado y feroz, a un “perro de Galicia llamado Rodrigo”, como se expresan las crónicas contemporáneas; a un aventurero sin fe ni ley que pasó la mitad de su vida sirviendo a los moros contra los cristianos —y la otra mitad viceversa— e hizo quemar vivo a centenares de valencianos prisioneros (¿sería por eso que su espada se llamó Tizona?): y entonces, de esa misteriosa incubación de la leyenda sale el héroe cristiano y español, el ideal caballeresco de la Reconquista, tipo del honor y de la lealtad feudal, el vengador de su padre y el amante de Jimena —¡el glorioso Cid Campeador![14]
La dificultad, lo repito, para el historiador, no está en analizar científicamente el proceso alucinatorio que crea un símbolo puro, como el rey Arturo, Rolando, Lohengrin o el mito suizo que he citado; ni tampoco en estudiar, con o sin documentos personales, a hombres de genio como Dante o Shakespeare, de quienes tan poco se sabe exactamente, pero cuyas obras contienen la mejor biografía filosófica: sino en extraer de una leyenda heroica la parte de realidad que contenga, y depurar el núcleo de historia de la ganga de ficción en que se envuelve. Tal sucede con los grandes héroes de la acción, —cuya obra colosal se ha confundido con la de su siglo—, con los conquistadores como Alejandro o Carlomagno, con los fundadores como Mahoma o Lutero, con los inventores como Gutenberg o Colón[15].
Carlomago ha existido, ha reinado; pero ¿qué quedaba de su existencia real, cien años ha, después de diez siglos de poemas y libros de caballerías? Hasta su efigie profundamente germana se había borrado, de suerte que su mismo nombre es una falsificación[16]. De tal modo habían el arte y la tradición envuelto su personalidad en sus mantillas multicolores y bordadas, que han sido necesarios todos los recursos de la ciencia moderna para desarrollar las bandeletas de la momia y encontrar al esqueleto bajo el fetiche. Y eso mismo ha sucedido y sigue sucediendo con todas las grandes figuras históricas, hasta las más recientes y que han evolucionado bajo los mil objetivos fotográficos de los contemporáneos, que consignaban en el papel sus impresiones. Napoleón es un hombre de genio, sin duda alguna; pero, a despecho de las historias y memorias, asistimos a su transformación gradual, a su apoteosis secular y definitiva. Nunca ha sido vencido; él solo ganaba las batallas, hasta las que no podía prever ni dirigir. Ha discutido y dictado el Código Civil; ha reconstruido la Francia y la Europa con su mano potente y sus ideas propagadoras; —no descendamos a las creencias populares y a las anécdotas de los grognards para no tropezar con el altar de las divinidades.
¿Queréis presenciar otra invencible apoteosis de un héroe, en un ejemplo más reciente aún —y de núcleo real mucho menos resistente, por cierto: — recordad lo que, hace algunos años, se decía y creía de Garibaldi, en Nápoles y toda la Sicilia (cierto es que se trata del pueblo más impresionable que existiera jamás). El soldado de Marsala era invulnerable; las balas se amontonaban en los pliegues de su camiseta roja, y, después de la batalla, él las sacudía como granos de maíz; tomaba las escuadras, solo, a nado y por abordaje; en Velletri le bastó aparecer en su caballo blanco para poner en fuga al rey Fernando y a los suizos; con su goleta, se había apoderado de toda la flota real en pleno puerto de Nápoles... “¿Por qué no?” exclamaba un libre pensador (hoy diputado al Parlamento) delante de Marc-Monnier[17], “¡es capaz de desembarcar en la cumbre del Vesuvio!” —Dentro de cincuenta años, todo ello será tan auténtico como los milagros de San Genaro.
Aún hoy, todos los grandes hombres soportan los agregados y colgajos de la leyenda. Los mismos hombres de genio casi contemporáneos no están preservados por sus obras compactas y sus múltiples biografías. —Para satisfacer las aspiraciones del ingenuo idealismo popular, es necesario que Byron sea el Lucifer de la poesía y que, grande en el bien como en el mal, haya “caído como héroe en Missolonghi”[18]. El fin burgués de Goethe es más difícil de transfigurar; con todo, no podrá en sus últimas horas, delante de diez testigos, decir a su criada que acerque la vela —Das licht näher!— sin que ello se traduzca por un grito de lirismo sublime: ¡Luz! más luz! —Sabido, es por fin, que no han bastado tres volúmenes para rectificar la leyenda de Hugo, durante su vida. Rectificarla, muchos lo intentarán; destruirla, nadie lo logrará[19].
Ha podido creerse que el advenimiento del libro y de la prensa, la circulación creciente del relato cristalizado detendría el vuelo de la ficción. Lejos de detenerlo, le presta fuerzas nuevas, como el torrente acrecienta su ímpetu con todos los cuerpos sólidos que caen en su corriente. El reinado de la prensa es la eternización del engaño y del error. Ayer el artículo del diario mataba el capítulo del libro; he aquí ahora al despacho y la interview telegráfica que matan al artículo, el cual siquiera algunas veces tenía firma, es decir una apariencia de responsabilidad. En lugar, lo repito, de obstar al pululamiento del error, la letra impresa le prestará su formidable contingente. Toda la historia contemporánea —ese vasto y contradictorio reportage— está nadando en pleno sueño engañador. Y, para tomar un ejemplo muy reciente, podría demostrarse con cifras que, de dos años a esta parte, la prensa de ambos mundos tiene agregadas al pedestal mitológico de Cristóbal Colón más hileras de errores ditirámbicos y de fantásticos pormenores, que los cuatro siglos de historias y crónicas, transcurridos desde que la carabela de Pinzón señaló la isla de Guanahaní.

La Biblioteca, Año II, Tomo III, Buenos Aires, 1897.

NOTAS:
[1] El Problema del genio en la ciencia y en la historia. (En preparación).
[2] Lyell, Principes de géologie. I, capítulo V.
[3] Claro está que aquí se trata de una estructura social, no de una forma política.
[4] Carlyle, Heroes and Hero-Worship, Lectura I. “Universal history is at bottom the history of the great men who have worked here”.
[5] La Concepción del Louvre.
[6] Alfred de Musset, Rolla, I.
[7] Píndaro, Pyth. VIII. —Es el final de la oda, en morendo, de una tristeza profunda y velada que recuerda lo últimos compases del Adagio de Beethoven.
[8] En la muchedumbre, como en el individuo, el espíritu de credulidad pasiva está unido al de la fabulación activa en dosis iguales. La mentira es tan inherente al espíritu humano, que la misma palabra mentiri sólo significa “ejercitar la mente”. —También en quichua, yuyani significa “pensar” y “mentir”.
[9] De Vogüè, Desjardins, Brunetière, el grupo inglés de Rossetti, ele. Son displicentes las ironías de Lemaître y France contra este movimiento de inquietud sincera. —Homais las aplaudiría.
[10] Matth., VII, 19.
[11] Il faudrait d'abord vous abêtir, decía Pascal. El mismo, que solía contradecirse porque era sincero, quería “desprender la piedad de la superstición” (Pensées, II, VI). ¡Sería tan lógico como purificar la sal marina, desprendiendo el cloro!
[12] James Sully, Les illusions des sens et de l’esprit, III; Brière de Boismont, Des hallucinations, III, XII, XIII ; sobre todo: Taine, De l'Intelligence, Première partie, II.
[13] Sobre el mito de Guillermo Tell y su propagación por el “Libro Blanco” y el Tellenlied, basta su cristalización en el drama de Schiller: véase Albert Rilliet, Les origines de la Confédération suisse.
[14] Crónica general de Alonso el Sabio. Véase  Lozy, Recherches sur l’histoire politique et littéraire de l’Espagne durant le Moyen-Âge. Allí se encuentra la despiadada “ejecución” del famoso José Conde, el “arabizante” clásico que deletreaba escasamente el árabe.
[15] Del propio modo, pues, que se ha definido la realidad, diciendo que es “una alucinación cierta” (Taine, De l’Intelligence), podría decirse del hombre de genio que es un grande hombre real —cuya obra es “adecuada” al nombre de su autor.
[16] “Carlomagno” no es la traducción de Carolus Magnus, sino la corrupción de “Karl Mann” el “hombre fuerte”. V. Michelet, Histoire de France, I, II.
[17] Marc-Monnier, profesor en la Universidad do Ginebra, había nacido en Florencia.
[18] Byron murió de un catarro mal cuidado, y sobre todo de quince años de mal régimen.
[19] Ed. Biré, Victor Hugo, avant 1830, et après 1852. Tres volúmenes de una exactitud encarnizada y enervante.