domingo, 1 de octubre de 2017

Valery Larbaud: Carta a Ricardo Güiraldes y Adelina del Carril

Publicamos la siguiente carta abierta de Valery Larbaud, aparecida en la revista Commerce, como una honra para Proa y también como un valioso documento sobre el valor mundial de las letras. Si bien son algunos párrafos directamente alusivos a los directores de Proa, las consideraciones generales sobre política literaria deben a nuestro entender participarse a tantos escritores e intelectuales como sea posible. ¿Una política de las letras? Quisiéramos que se leyere con atención y que se pensare en el nuevo aspecto del problema que encara Larbaud. Hay algo en él de tan vastamente humano que nos sentimos movidos a señalarlo con respeto. Además el camino que se nos indica amistosamente en la carta concuerda con nuestros anhelos y con los propósitos expuestos y practicados por la revista. Lo consideramos pues propiedad.
Por otra parte le gratitud nos obliga. La opinión de un escritor de la reputación de Larbaud, cuyo prestigio aumenta en las páginas de Commerce, revista pura en significación literaria, bajo la dirección del mismo Larbaud, de Paul Valéry, de León Paul Fargue, nos obliga en momentos de silencio para con nuestro esfuerzo en el país, a manifestar públicamente nuestra satisfacción por vernos así comprendidos y alentados desde tan lejos y desde tan alto.

Revista Proa nº 8. Buenos Aires, marzo de 1925.

CARTA A DOS AMIGOS

Me gusta imaginar, mis buenos amigos, que esta carta los encontrará instalados en la estación termal vecina de los Andes, donde estabais el invierno pasado —o ¿debo decir el verano pasado?— y de donde me habéis mandado las fotografías más recientes que tengo de vosotros. Están ahí, sobre mi mesa, mientras les escribo. Os veo, sonrientes, apoyados el uno en el otro, en una ruta nueva que siguen las vías de un tranvía, — rostros familiares de París en un paisaje que no imagino. Leo la fecha: Enero de 1924, escrita por su mano, A…[Adelina del Carril], y la veo de falda blanca, al lado de R…[Ricardo Güiraldes], de pantalón blanco y zapatos blancos. Veo el sol de las tierras antípodas sobre ustedes y pienso en una frase del último libro de R..., “... su brazo que refleja el sol del viaje...” ¡Qué bien ha expresado él, en tres palabras, el sol movedizo de las travesías, de la vida a bordo: esa luz que no descansa jamás, que sin cesar quita y vuelve a tomar los ojos de buey, las puertas, nos roza, nos evita, nos salpica, baja sobre nosotros y vuelve a subir, abandonándonos después de habernos bendecido y alcanzado su más alto grado de movilidad en las llegadas a los puertos, en que se enloquece como una lámpara sacudida en la punta de un hilo! Esta luz, con la cual es imposible familiarizarse y cuyos hábitos nos son desconocidos, se la vuelve a encontrar también por asociación de recuerdos en todos los lugares en que se está de paso y donde uno sabe que no se acostumbrará, como por ejemplo las estaciones termales; y esto me hace pensar que soy nacido en esta luz movediza, inconstante, agitada, que borra las sombras a medida que las dibuja, en ese sol que devuelve el brazo desnudo de la heroína de R...
(Me apercibo aquí que mi traducción apurada ha sido injusta para el texto de R..., he puesto refleja y es devuelve lo que había de decir, puesto que él ha escrito: “…la piel de su brazo que devuelve el sol del viaje”.)
Me divierte, mis queridos compatriotas argentinos de la Orilla Izquierda, hacerles la sorpresa de escribirles en las páginas de esta revista. Puede que vaya yo a encontrar alguna noticia que he olvidado darles en mi última carta. Pero no, yo les he dicho todo, y del tiempo que hacía, y de nuestros amigos, y de las cosas todas que nos interesan, y no hay nada de cambiado en todo esto. No hay novedad.
Pero he encontrado al fin el tiempo de leer detenidamente los dos primeros números de vuestra revista Proa; y primero vuestro manifiesto, que es una declaración de independencia, firme, razonable, sin declamación... De aquí en adelante, el escritor hispano-americano no será un europeo desterrado en un país hostil cuyos habitantes lo miran con desconfianza y desdén, —hablo del verdadero escritor, como Rubén, por ejemplo, y Rodó, y Florencio Sánchez, y Herrera y Reissig, y usted ahora y vuestros amigos, y no de esas generaciones innumerables de buenos discípulos de los jesuitas del siglo XVIII, que continúan rehaciendo indefinidamente sus pequeños ejercicios de prosodia y de retórica. Yo los imagino a ustedes los jóvenes de Buenos Aires, encontrándoos hacia 1915-1918: ¿Qué hacemos entre estos provincianos? Pronto, tomemos billetes para París, para Madrid... Nos encontraremos allá. Pero no, Europa está en guerra; no obtendremos nuestros pasaportes; hay que quedarse aquí, esperar. Pero estamos apurados y luego...; ¡si fuéramos bastante numerosos para formar un ambiente, un medio!... ¿Si hubiera, en la aristocracia de nacimiento y de dinero de este continente, gente dispuesta a leernos, a ayudarnos moral y materialmente, gente bastante cultivada para saber que hay algo por encima de la vanidad social y las políticas locales y que somos nosotros los que representamos ese algo? ¡Sí, lo hay! Pero estamos dispersos en los cuatro rincones de un territorio tan grande como la mitad de Asia. Y bien, en vez de ir a Europa, iremos a Santiago, a Lima, a Bogotá, a Caracas, a Méjico. ¡Qué novedad para un americano: viajar por América!
Me imagino a vuestro embajador, Oliverio Girondo, ese poeta encantador, cazador de imágenes como Humbolt era cazador de mariposas tropicales, partiendo de Buenos Aires para visitar los queridos compañeros, que hubiera otrora encontrado en Montparnasse, ahora inmovilizados en sus pintorescas capitales locales, sus capitales que estaban en vías de descubrir, como Jorge Luis Borges estaba en tren de descubrir “El fervor de Buenos Aires’’. Muy grandes ciudades asoleadas, llenas de contrastes sorprendentes, ciudades ultra-modernas, ciudades “ultra” no más, ciudades futuristas y dadaístas, especies de Barcelonas y de Madrides con barrios recordando Sevilla, Bilbao y... Rotterdam, y a las cuales sólo les faltaba, para ser capitales semejantes a las del viejo mundo, una élite intelectual fuertemente instalada, respetada, en contacto con otras élites y aplicando en todo su rigor el principio, que parece muy simple y banal, pero que es la fórmula mágica de todo arte: imitar lo que se tiene ante los ojos y estilizar la lengua que se habla todos los días.
Todo esto se ha cumplido, y de aquí en adelante, los libros que vendrán de la América latina, nos hablarán de cosas que deseamos conocer a fondo, es decir poéticamente: la Pampa, su gran dominio, R…; los Andes, vuestras grandes ciudades, vuestros pueblos, esa mezcla de razas, esos rincones en que se atarda el pasado colonial, vuestra asombrosa historia, y lo que es vuestro exotismo bien vuestro: los vigorosos restos de civilizaciones indias. Concluidas, las descripciones de Versalles, y de Venecia, sin interés para nosotros.
He leído en “Proa” con un placer particular, las contribuciones de los cuatro directores. Ya les he dicho lo que pensaba de sus Poemas Solitarios, y me repito algunos de sus versículos con verdadera nostalgia:

El campo entraba hasta los aposentos y algo grande se acostaba en todas las sombras.
Cualquier brisa tenía leguas de Pampa y los sonidos llegaban sin rotura del llano, puro como un cielo.

Yo quisiera, querido amigo, darle algo en cambio del placer que me han traído esos poemas, pero tengo bien poca cosa para darle. Me ha sucedido adjuntarle a mis cartas, en los grandes sobres de espeso papel que empleo especialmente para esos viajes postales transatlánticos, algún pasaje suprimido de uno de mis artículos destinados a vuestro diario de Buenos Aires: Una digresión que no ha hallado sitio, un pasaje que he juzgado demasiado técnico, demasiado “confidencial”, o por lo contrario demasiado general, pero que creo les puede interesar. Esta vez le enviaré el capítulo II del libro cuyas pruebas estoy corrigiendo (Ce vice impuni, la lecture...), conjunto de estudios y de notas sobre algunos escritores de lengua inglesa. Me gustaría saber lo que usted piensa de ello. Pero no es la versión definitiva de este capítulo la que le mando hoy. La versión definitiva, tal como aparecerá en el libro, será más corta. Allí también, me había dejado llevar a digresiones que he suprimido por razones de composición. Tenía dos temas que tratar. Por una parte el papel de Francia, y en particular de Voltaire, en el descubrimiento y la expansión de la literatura inglesa que, como usted lo sabe, sin Francia y sin Voltaire, hubiera podido quedar siendo por largo tiempo “artículo para el consumo en plaza” y no salir del dominio lingüístico que lo ha producido; y por otra parte: el esquema de un mapa intelectual del mundo y de una política interlingüística si me atrevo a decirlo. Era, pues, en suma un balance que tenía ante mí, o si usted prefiere un problema de equilibrio. Mis digresiones sobre Voltaire, hacían inclinar la balanza “papel de Francia” mientras que el platillo “política intelectual” quedaba en el aire. Pues para hacer “buen peso” he quitado algunos párrafos a Voltaire pero en las páginas que les envío, las dejo subsistir, por el placer de mostrar a un amigo un primer estado de mi trabajo.

DOMINIO INGLÉS

La rose est la première heureuse sans seconde...
A. D’Aubigné.

Este verso de las Tragiques, este bello verso que no puede dejar de ir derecho al corazón de todo buen inglés, podría servir de epígrafe a un capítulo en que veríamos desarrollarse la historia de las agradables aventuras de un lector continental entre las literaturas de lengua inglesa, aventuras cuyas páginas reunidas en este libro recuerdan algunos episodios. Seríamos testigos de sus primeros “descubrimientos”: Shakespeare y los dramaturgos isabelinos, hacia los cuales el Romanticismo y el Simbolismo lo han dirigido y de sus correrías a través del gran reino lírico que se extiende de Milton a Swinburne. Mismo antes de que su vocabulario sea bastante rico y esté bastante familiarizado con la sintaxis, aborda temerariamente a Chaucer, —pero “sólo los bravos merecen conquistar a las bellas”...— La acción se pasa hacia 1898-1902, uno de sus descubrimientos sensacionales (para él) es el de Walt Whitman, y helo aquí que parte para una exploración de la región americana del dominio inglés. Pero, por joven que lo supusiéramos, no puede satisfacerlo largo tiempo un alimento exclusivamente poético y helo aquí en lucha con los grandes prosistas, —una larga historia...— Más tarde le sucederá de especializarse por un tiempo, y hacer ciertas investigaciones de erudito diletante. Lo veríamos instalado en ese país tan bien hecho para el estudio, en que sus nervios fatigados de continental se aflojan, en que sus hábitos y sus inclinaciones, y hasta sus manías de hombre de placer y de trabajo voluptuoso se insertan naturalmente, pueden ostentarse sin trabas, son respetados y adulados, y donde pueden gozar, en medio de los placeres de la más grande capital del viejo mundo, de una paz y de una soledad rurales. Es aquí que encontrará sitio este elogio de las grandes bibliotecas inglesas que no hubo modo de hacer entrar en el capítulo precedente... Pero para esto el espacio nos falta, y todo lo que podemos dar aquí como introducción a estos estudios y a estas notas, son algunas reflexiones generales sobre los estudios ingleses.

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Los traductores de todos los países tienen en San Jerónimo un patrono que los más favorecidos de otras corporaciones pueden envidiar. ¿Pero los anglicistas? y en particular los anglicistas franceses, los más meritorios quizás y ciertamente los primeros en fecha de todos los anglicistas? Tienen que contentarse con un patrón laico. Se adivina cuál, pues en el siglo XIII, Samuel Sorbière y ese Jean Baudoin que fue uno de los primeros cuarenta, hacen más bien figura de precursores. No es más que en el siglo XVIII que el continente aprendió a conocer el perfume de la rosa literaria, rosa tardía, último y espléndido esfuerzo de la gran primavera de Italia que se había extendido lentamente a todo occidente, rosa que ha habido que buscar, naturalmente.

rosa quo locorum
Sera moretur;

y es Voltaire quien el primero ha dicho lo bastante fuerte para ser oído por todo el continente: hela aquí. El mismo lo recuerda orgullosamente en su carta de 1768 a Horace Walpole, carta que es la contestación del espíritu clásico a las irreverencias del naciente espíritu romántico: “Soy el primero que ha hecho conocer Shakespeare a los franceses. Traduje pasajes hace cuarenta años, como de Milton, de Waller, de Rochester, de Dryden y de Pope (y de Samuel Butler). Puedo aseguraros que antes que yo nadie en Francia (y por consiguiente en el continente), conocía la poesía inglesa; apenas se había oído hablar de Locke... He sido perseguido durante treinta años por una nube de fanáticos por haber dicho que Locke es el Hércules de la metafísica, que ha colocado los límites del espíritu humano... He sido vuestro apóstol y vuestro mártir”. Todo esto, de un modo general es verdad. San Voltaire, patrono de los anglicistas, nuestro patrono... Pero es cosa bastante delicada, bastante espinosa, el pedirle que ruegue por nosotros.
Desde entonces, se han traducido todos los autores que él había presentado o designado, y Gilles Shakespeare, se ha vuelto Whilhelm Shakespeare, y Milton ha sido traducido al italiano, tal vez al serbio y al rumano, y Byron ha sido por aclamación nombrado ciudadano del Continente. Pero es Voltaire el que ha empezado todo, el que ha fundado la Venerable Orden de los Intérpretes del pensamiento inglés. Orden verdaderamente venerable puesto que (para atenernos a Francia) ha contado, fuera de sus grandes representantes y de sus generaciones de especialistas, —fundadores de revistas como Amadée Pichot, universitarios como Angellier, críticos, buscadores curiosos, introductores como el abate Yart del siglo XIII y Philarète Chasle en el siglo XIX, traductores, autores de monografías (las tesis, cada año más numerosas) y de ediciones críticas—, escritores de primera fila como el abate Prévost, Chateaubriand, Vigny, Hugo, Baudelaire, Laforgue y Mallarmé.

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Pero así como Voltaire los ha precedido (salvo el abate Prévost, creo) domina a todos. A cada nuevo Papa se dice: No verás los años de Pedro. Se podría decir al anglicista que hace su entrada en la Venerable Orden: Tu aporte para la obra común no tendrá la importancia de la de Voltaire. Sin duda, ha habido anglicistas antes que él: Saint-Evremond, Adrien Baillet, Abel Boyer, el abate du Bos, hugonotes refugiados, viajeros, Montesquieu, de Muralt, etc... Pero Voltaire fue, el primero, el anglicista completo: él ha practicado la vida del país, ha estudiado la literatura inglesa desde el fin del siglo XVI hasta su época, y ha traducido del inglés, ha estado en relación con los escritores ingleses contemporáneos de su juventud. Y ha sido algo más que el primer anglicista completo: ha sido el hombre por quien se ha cumplido el gran destino póstumo de Shakespeare, y el constructor de ese puente invisible que ha ligado la vida intelectual de Inglaterra con la del Continente. Su record es imbatible.
Ciertamente, su confrontación con Shakespeare, es aplastadora para él. Lo muestra como el discípulo impersonal y fanático de los hombres del 1660. Y no se enmendó jamás: en su carta a Horace Walpole, repite todas su herejías: “Es una bella naturaleza, pero bien salvaje; ninguna regularidad, ningún decoro, ningún arte... Los italianos, que restauraron la tragedia un siglo antes que los ingleses y los españoles, no cayeron en ese defecto (la mezcla de lo grotesco y lo sublime). Toda la Europa iluminada piensa lo mismo hoy, y los españoles empiezan a deshacerse a la vez del mal gusto como de la Inquisición”. Documento terrible entre las manos de los jefes, de la gran insurrección romántica contra el “gusto francés” representado por el que Voltaire llama “el juicioso Despréaux”, el oráculo del buen gusto, y el abate Delille, cuando la joven Francia y la joven Alemania descubrieron el teatro español del siglo de oro... Verdaderamente no valía la pena el haber escrito en la traducción de su Essay on Epic Poetry: “Si las naciones de Europa, en vez de despreciarse injustamente las unas a las otras, quisieran poner una atención menos superficial en las obras y maneras de sus vecinos, no para reírse sino para aprovechar, puede ser que de ese comercio mutuo de observaciones naciera el gusto general que se busca tan inútilmente”. Pero aquí, nos ocupamos con el anglicista y no con el retórico literario, y en este oficio es muy grande. El patrón.
Pero no debió jamás haber escrito: “Nosotros traducimos a los ingleses tan mal como los combatimos en el mar”. Es como si escribiendo esto, nos hubiera echado un hechizo. Peor para él: todos nuestros errores de interpretación, todos nuestros contrasentidos (“aullantes” en lengua inglesa escolar), gritan para siempre hacia él que quizá se encargó de ellos santamente... O bien no era un desafío para animarnos a darle un desmentido renovado sin cesar? No importa; esta frase es tan incómoda para nosotros como para la gente de la marina de guerra francesa.

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La explicación es simple: basta el leer el artículo “Patrie” de su “Diccionario filosófico”. Europeo, odiaba las grandes potencias que turbaban o amenazaban la paz de su Europa, y Francia era una de esas grandes potencias, —la más grande quizá, y por consiguiente la que más detestaba. Por esto es que en toda su correspondencia no deja una ocasión de hacer bromas sobre las derrotas que sufrían las armas francesas, y esta frase es un buen ejemplo. Tenemos, pues, que tomar nuestro partido, puesto que la misma Francia lo ha tomado: A los grandes hombres, la patria agradecida.

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Sin embargo, él escribe a la duquesa de Choiseul, mandándole la carta a Horace Walpole: ‘‘La mujer del Ministro de Francia, podrá tomar el lado de los Franceses en contra de los Ingleses, con quien yo estoy en guerra... Usted me encontrará bien atrevido (de rogar a la duquesa de hacer llegar su carta a II. Walpole); pero usted perdonará a un viejo soldado que combate por su patria, etc... ”
Aquí bromea, pero en su carta a Horace Walpole no bromea, combate por su patria, es decir... por los hombres de 1660, y por Corneille, y por Boileau sobre todo. Es que él distingue en absoluto la Francia política cuyas desgracias regocijan su viejo corazón de ciudadano del mundo, de la Francia literaria, heredera de Grecia, de Roma y de Florencia, y más rica que sus antecesoras, y que, después de siglos de barbarie y de rusticidad (según él) había por fin producido, en el siglo XVI y sobre todo en el XVII, un cierto número de grandes escritores que habían impuesto a la élite europea una lengua única y una estética que él creía inmutable.

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Pero justamente hay una lección muy preciosa para nosotros en esta distinción. Yo hasta diría que uno está obligado a hacer esta distinción cada vez que se aborde la historia intelectual de un país, cualquiera que este sea. Pues en haciéndola, se desecha como cosas de segundo plano esta larga seguidilla de acciones y reacciones las más de las veces incoherentes e improductivas: La historia política, y uno puede desde luego apegarse, sin ideas preconcebidas, sin riesgos de ser engañados por ningún prestigio, en el estudio de esta serie de obras del espíritu que han sido producidas en ese país determinado y que componen, con las que han visto la luz en los otros países la grande, la única reserva de energía intelectual y de civilización que posee la humanidad.
Pues si hay una idea falsa, es bien clara la que está expresada en estas frases de Larra: “Ahí donde las armas de una nación no van, sus letras no irán tampoco... Que por imposible, la bandera española flote de nuevo en las torres de Amberes, en las siete colinas de Roma y del fondo del golfo de México al estrecho de Magallanes, de nuevo dictaremos leyes, haremos Papas, escribiremos comedias y encontraremos traductores”. Toda la historia literaria da un desmentido a Larra y nos abastece por todas partes de argumentos en contra de esta tesis: Voltaire cumple lo que ni las armas de Isabel ni las de Cromwell pudieron hacer: dar lectores a Shakespeare fuera de Inglaterra; la literatura polaca en el siglo XIX, las literaturas escandinavas, la literatura francesa después del fracaso militar de 1871, brillan sobre el mundo; por fin, —y esto os toca aún de más cerca, don Mariano José de Larra—, muy recientemente y sin que la bandera amarilla y roja haya flotado de nuevo en Amberes y Roma, los escritores españoles han encontrado traductores.
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Hay, en efecto, una gran diferencia entre el mapa político y el mapa intelectual del mundo. El primero cambia de aspecto cada cincuenta años, es cubierto de divisiones arbitrarias e inciertas, y sus centros preponderantes son muy movibles. Por el contrario, el mapa intelectual se modifica muy lentamente y sus divisiones presentan una gran estabilidad; pues son los mismos que figuran en el mapa que conocen los filólogos y donde no es cuestión ni de nación ni de potencias, pero solamente de Dominios lingüísticos. Asimismo el mapa intelectual difiere del mapa filológico en esto: que los dominios son considerados bajo el punto de vista de producción intelectual, y agrupados según la constancia de sus intercambios. Existe, pues, un triple dominio central: franco-alemán-italiano, y una cintura de dominios exteriores, de escalones: escandinavos, eslavos, rumano, griego, español, catalán, portugués e inglés, en que los más importantes por la antigüedad y a causa de sus inmensas ampliaciones ultra-atlánticas, son los dominios español e inglés, pues tarde o temprano esas extensiones de dominios, esos anexos, se tornan a su vez regiones de producción intelectual y de intercambio.

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De ahí una política intelectual que no tiene casi ninguna relación con la política que, con el fin del dominio del “gusto francés’’, ha sobrepasado la fase de los acaparamientos, del imperialismo, de tal suerte que no tiene más que ocuparse del bienestar, es decir, de la regularidad y de la rapidez de los intercambios. La duración de las relaciones y de las influencias recíprocas entre los componentes del dominio central, permiten considerarlo como un solo dominio y puesto que comprende a Italia como al gran dominio metropolitano del mundo moderno. Pero no es metropolitano en el sentido imperialista de este término; no domina, no impone un “gusto” que sería, por ejemplo, “el gusto europeo”. No tiene para sí más que su antigüedad, su extensión, su actividad y su situación central. Los dominios del Norte y del Este son más recientes casi recién-venidos. Los del Sudoeste son casi tan antiguos en la vida intelectual moderna (es decir desde el Renacimiento), como Francia y más antiguos que Alemania, aunque ellos sean recientes comparativamente a Italia. Pero están sujetos a crisis y a períodos, de retraso como dominios de influencias, como mercados: así el largo eclipse del catalán y el aislamiento y la relativa esterilidad de España en la época en que escribía Larra. En fin, al Noroeste el dominio inglés ha quedado hasta el siglo XVIII más o menos tan separado del movimiento europeo como el dominio escandinavo lo ha estado hasta los últimos años del siglo XIX, y después de una prodigiosa carrera hacia 1850, su vida y su poder como influencia se ha amainado, se han alejado del gran movimiento europeo. Por esto es que si la curiosidad de varios lectores perteneciendo al Triple Dominio Central se dirige voluntariamente hacia los dominios del Noroeste, del Este y del Sudeste, un número más grande de lectores se vuelve con vigilancia, inquietud, esperanza y solicitud hacia los dominios del Sudoeste y hacia el dominio del Noroeste: Inglaterra, Escocia, Irlanda, Estados Unidos de América, Canadá inglés, Australia, África del Sud: siete regiones y una veintena de regiones de las cuales diez importantes para el español, el portugués, el catalán. Esto explica el creciente número de hispanistas y anglicistas y la importancia de su papel en el mundo intelectual.
Puede decirse que después de Voltaire el servicio confiado a los anglicistas no ha conocido interrupciones. Al comienzo los anglicistas franceses han sido más o menos solos en asegurarlo; pero desde el principio del siglo XIX, el trabajo de los anglicistas franceses, alemanes e italianos ha sido constante, y estamos a punto de que un lector, que no conociera inglés pero que supiera el francés, tendría acceso a un suficiente número de traducciones convenientes (ninguna es perfecta), de monografías y estudios, para hacerse una idea bastante exacta de la historia de la literatura inglesa desde los orígenes hasta nuestros días. Por suerte que varias de estas monografías dan autoridad, y algunas de las ediciones de autores ingleses debidas a alemanes y a franceses, son las solas ediciones críticas que se poseen. Hay verdaderamente colaboración de anglicistas franceses y alemanes (y algunos anglicistas italianos), con los especialistas ingleses y americanos de la historia de la literatura inglesa. En cuanto a los que se pueden llamar los anglicistas militantes o literarios (para distinguirlos de los anglicistas eruditos o científicos), es decir los que aplican una crítica estética a los autores antiguos o que, explorando la literatura contemporánea o reciente, presentan a los lectores continentales escritores de lengua inglesa que no realzan aún eruditos, su acción y su autoridad no ha hecho sino crecer desde Voltaire, y varios han tenido la doble satisfacción de introducir nuevas influencias en los dominios continentales y ser escuchados como críticos por los escritores del dominio inglés.

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Ya he hecho alusión a la relativa decadencia de la influencia inglesa desde 1850, actualmente se oye decir corrientemente que el dominio inglés, está agotado, “que no nos aporta más nada”; que en formas e ideas “están atrasados en cincuenta años del continente”; es decir, que el dominio inglés soporta el contragolpe de una crisis como la que atravesó el dominio español a mediados del siglo XIX, crisis debida en Inglaterra, al desplazamiento de las capas sociales que ha producido bajo el reino de Victoria un notable retroceso hacia el puritanismo y a la incultura, mientras que en España se debió a las guerras carlistas. Esta opinión nos parece bien extremada. Si Inglaterra propiamente dicho parece actualmente menos rica que el dominio eslavo y sobre todo que el dominio español, otras regiones del dominio inglés, los Estados Unidos y sobre todo Irlanda, nos han aportado recientemente algo nuevo y sus voces se han oído en el continente. ¡Sería ser demasiado exigente el pedir que el dominio inglés produjera un nuevo James Joyce todos los años y una media docena de Waldo Frank y de E. E. Cummings cada seis meses! Por lo demás, este período de espera puede ser útilmente llenado por un profundizado estudio de escritores ingleses del siglo XIX que el continente no conoce aún bastante exactamente y por la relectura de algunos maestros contemporáneos que ya pertenecen a la historia literaria.

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Supongo, queridos amigos, que después de haber recorrido estas páginas me preguntaréis: ¿qué política cree usted que deben seguir los jóvenes escritores de aquí, los que viven y trabajan en esta región del dominio español, en esta “inmensa prolongación ultra-atlántica” del dominio español? Pero, precisamente la política que usted y vuestros amigos siguen en esos primeros números de Proa. Primero, constituir un grupo fuertemente organizado; ustedes ya lo han hecho. Luego, establecer un contacto permanente con los grupos fraternales de otras capitales hispanoamericanas (y del Brasil): y esto estáis en tren de hacerlo, como lo prueba el poema del joven chileno Pablo Neruda que ustedes publican (había yo ya retenido este nombre por haberlo visto en la antología chilena de Armando Donoso). Luego, o mejor, al mismo tiempo, acentuar el acercamiento intelectual que os lleva de nuevo hacia España, origen siempre fecundo de la lengua que habláis todos los días, y cuyo Renacimiento literario parece a punto para haceros desear ese acercamiento. Ya había yo tratado de decirlo, hace algún tiempo, en un artículo destinado a presentar en Francia una antología de jóvenes españoles, pero veo que otro acaba de expresarlo con más fuerza. “España, dice él, es uno de los países de la América Latina”. Y también está bien el artículo de vuestro co-director Brandan Caraffa, “Voces de Castilla”, artículo que he leído con un gran placer. Espero en mi celo, por vuestra causa forzosamente inoperante, que el estudio de los contemporáneos españoles conducirá a vuestros principiantes a un redescubrimiento de los grandes clásicos castellanos que constituyen vuestro patrimonio y que encontrarán en ellos las fuerzas de inspiración y un tesoro de palabras, doblones encerrados en viejos galeones, monedas de oro puro en la cual el calor de las manos de algunos grandes escritores devolverá todo su esplendor y que enriquecerá ese “español cosmopolita” que algunos de entre ustedes y sobre todo usted R..., habéis sabido hacer una lengua literaria más capaz de expresar “lo que se tiene ante los ojos”, que la lengua tradicional y abastardada que defienden en vano los casticistas estrechos del tipo de Valbuena, y que en España, como Diez Canedo se lo dice a usted es sobrepasada a diario por el pueblo. Suponed que surja, a vuestra zaga, un escritor argentino, chileno o colombiano, de la envergadura de Whitman o de Poe: esto bastará para imponer de viva fuerza los mejores de vuestros americanismos y la mayor parte de vuestros galicismos e italianismos a la lengua literaria de la península. Imaginad a este escritor instalándose con el aplomo épico de Martín Fierro, en el centro geográfico del dominio español, pronto, atento a su voz (¡y nosotros, pues!):
AQUÍ me pongo a cantar...

(¡Y si, R..., esto fuera la obra misma de su madurez!)
Pero sueño, y, ¡válgame Dios! me atrevo a predecir el porvenir; doy consejos; ¡pontifico! Al menos cuando escribo en vuestra lengua, las dificultades que experimento en manejar vuestra sintaxis y vuestro vocabulario, me impiden caer en tan ridículo pecado de orgullo. Considerad, sin embargo, que hubiera podido yo, mientras en ello estaba, predicar ante todo la necesidad, para ustedes los jóvenes, de estar más que nunca atentos a lo que se hace en Francia, es decir, predicar para mi santo, puesto que, gracias a su intermedio, tengo el honor de ser uno de los intérpretes, —¡y asalariado!— de la literatura francesa en la Argentina. Pero la influencia secular del arte francés en las letras de América latina, es sobre todo una cuestión de afinidad en ustedes y de méritos en nosotros. Ella cesaría el día en que nuestros escritores dejaran de merecer vuestra atención. No hay nada que hacer.
Mientras que la literatura clásica de España, demasiado tiempo descuidada por ustedes, y anteriormente descubierta antes que ustedes por los románticos alemanes... ¿Pero es a ustedes a quien escribo esto, y para ustedes que lo escribo? No, puesto que lo sabéis mejor que yo. Pero estas líneas pueden caer en manos de algún joven que aspire a ser uno de los colaboradores de Proa y pueden animarlo (¡hispanismo!).
Os dejo, queridos amigos; es necesario que esta carta parta. ¡Cómo me gustaría seguirla! O más bien, traeros este número de Commerce y leerlo a vuestros rostros sonrientes en el sol del viaje y la ociosidad termal de C...; o todavía en Buenos Aires; o bien, y es probablemente lo que yo preferiría, entre dos cabalgatas en la Pampa.

Traducción de ADELINA DEL CARRIL.