domingo, 27 de agosto de 2017

Lautréamont: Cantos de Maldoror - Fragmento


CANTOS DE MALDOROR
CANTO PRIMERO
(Fragmento)


Me propongo, sin estar en modo alguno emocionado, entonar el canto serio y frío que ustedes van a oír. Presten atención a lo que contiene, y cuídense de la penosa im­presión que no dejará de producirles, como una mancha, en sus imaginaciones perturbadas. No crean que esté a punto de morir, pues todavía no soy un esqueleto y la vejez no se me ha pegado a la frente. Dejemos de lado, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia alza el vuelo, y sólo vean delante de ustedes a un monstruo, cuyo rostro me alegra que no puedan ver, ¡aunque es menos horrible que su alma!... Sin embargo, no soy un criminal... Ya basta con este asunto. No hace mucho que volví a ver el mar y pisé el puente de los navíos, y mis recuer­dos son tan vívidos como si eso hubiera ocurrido ayer. No obstante, permanezcan, si pueden, tan tranquilos como yo durante esta lectura que ya me arrepiento de ofrecerles, y no se sonrojen ante el pensamiento de lo que es el corazón humano. ¡Ah, Dazet![1], tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, que eres el más hermoso de los hijos de la mujer, aunque sólo seas un adolescente; tú, cuyo nombre es parecido al del mejor amigo de la juventud de Byron[2]; tú, en quien residen noblemente, como en su morada natural, de común acuerdo, con lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu pecho contra a mi pecho, sentados ambos en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo que adoro? [3]

Viejo Océano de olas de cristal, te pareces proporcionalmente a esas marcas azuladas que se ven en la espalda magullada de los grumetes; eres un inmenso moretón que le han hecho al cuerpo de la tierra: me gusta esta comparación. Así, al verte por primera vez, un soplo prolongado de tristeza, que parecería ser el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando huellas imborrables, por el alma profundamente conmovida, y tú les recuerdas a los que te aman, sin que se den del todo cuenta, los rudos comienzos del hombre, cuando traba conocimiento con el dolor que ya no lo abandona. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra el rostro grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, semejantes a los del jabalí por su pequeñez, y a los de las aves noctur­nas por la perfección circular del contorno. Sin em­bargo, el hombre se ha creído hermoso en todas las épocas. Supongo, más bien, que el hombre sólo cree en su be­lleza por amor propio; pero que no es hermoso realmente y que sospecha que no lo es; si no, ¿por qué mira la cara de su prójimo con tanto desprecio? ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, eres el símbolo de la identidad: siem­pre igual a ti mismo. No cambias de manera esencial, y, si tus olas en alguna parte están furiosas, más lejos, en alguna otra zona, están en la calma más com­pleta. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver a dos bulldogs agarrándose del cuello, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que esta mañana es asequible y esta noche está de mal hu­mor; que ríe hoy y llora mañana. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, no sería nada imposible que escondie­ras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secre­tos de tu íntima organización: eres modesto. El hom­bre se vanagloria sin cesar, y por minucias. ¡Yo te sa­ludo, viejo Océano!

Viejo Océano, las diferentes especies de peces que ali­mentas no se han jurado fraternidad entre ellas. Cada es­pecie vive por su lado. Los temperamentos y las con­formaciones que varían en cada una de ellas explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una anomalía. Así ocurre con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un pedazo de tierra está ocupado por treinta millones de seres hu­manos, éstos se creen obligados a no inmiscuirse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su madriguera, y rara vez sale de ella para visitar a su seme­jante, acurrucado de igual modo en otra madriguera. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectá­culo de tus ubres fecundas se desprende la noción de ingratitud, pues uno piensa enseguida en esos numerosos padres bastante ingratos con el Creador para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, tu grandeza material sólo puede compararse con la idea que uno se hace de la potencia activa que hizo falta para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte, la vista tiene que girar con un movimiento continuo hacia los cua­tro puntos del horizonte, de igual modo que un mate­mático, para resolver una ecuación algebraica, examina por separado los distintos casos posibles antes de resolver la dificultad. El hombre co­me substancias nutritivas y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para parecer gordo. Que esa rana se hinche todo lo que quiera. Quédate tranquilo, nunca igualará tu corpulencia; al menos eso supongo. ¡Yo te saludo viejo Océano!

Viejo Océano, tus aguas son amargas. Es exac­tamente el mismo sabor que la hiel que la críti­ca destila sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre to­do. Si alguien tiene genio, se le hace pasar por idio­ta; si algún otro es bello de cuerpo, es un jorobado horri­ble. Por cierto, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas tres cuartas partes, por lo demás, sólo se deben a él mismo, para criticarla de tal modo. ¡Yo te saludo, viejo Océano!


Viejo Océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han llegado, ayudados por los medios de investigación de la ciencia, a medir la profundidad vertiginosa de tus abismos; algunos de los cuales han sido reconocidos como inaccesibles por las sondas más largas y pesadas. A los peces eso les está permitido, no a los hombres. A menudo me he preguntado qué es lo más fácil de reconocer: la profundidad del Océano o la profundidad del corazón humano. ¡A menudo, con la mano en la frente, de pie sobre los navíos, mientras la luna se balanceaba entre los mástiles de modo irregular, me he sorprendido esforzándome por resolver ese difícil problema, haciendo abstracción de todo lo que no fuera el objeto que pretendía alcanzar! Sí, ¿cuál es el más profundo, el más impenetrable de los dos: el Océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pue­den, hasta cierto punto, hacer que la balanza se incline hacia una u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, a pesar de la profundidad del Océano, éste no puede ponerse a la par, en lo que respecta a la comparación sobre dicha propie­dad, con la profundidad del corazón humano. He es­tado en relación con hombres que fueron virtuosos. Se morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Hicieron el bien en esta tierra, es decir, practicaron la caridad: eso es todo, no es nada complicado, cual­quiera puede hacer lo mismo». ¿Quién comprenderá por qué dos enamorados, que se idolatraban la víspera, por una palabra mal interpretada se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y del remordimiento, y no se vuelven a ver más, cada uno envuelto en su orgullo solitario? Es un milagro que se renueva cada día, y que no por ello es menos milagroso. ¿Quién com­prenderá por qué uno paladea, no sólo las desgracias generales de sus semejantes, sino también las particu­lares de sus amigos más queridos, incluso de su padre y de su madre, mientras que se aflige al mismo tiempo por eso? Un ejemplo irrefutable para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente que sí y piensa: no. Por eso los hombres tienen tanta confianza unos en otros y no son egoístas. A la psicología le quedan muchos progresos por hacer. ¡Yo te saludo, viejo Océano!

Viejo Océano, eres tan poderoso que los hom­bres lo han aprendido a sus expensas. Por mucho que utilicen todos los recursos de su genio...; incapaces de dominarte. Han encontrado a su amo. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene nombre. Ese nombre es: ¡el Océano! El miedo que les ins­piras es tal, que te respetan. A pesar de lo cual haces dan­zar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces dar saltos gimnásticos hasta el cielo, y admirables zambullidas hasta el fondo de tus territorios: hasta un saltimbanqui los envidiaría. Se pueden considerar afortunados cuando no los envuelves definitivamente en tus plie­gues burbujeantes para llevarlos a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuáticas, cómo están los peces y, sobre todo, cómo están ellos mismos. El hombre dice: «Soy más inteligente que el Océano». Es posible, pero más miedo le tiene él al Océano que el Océano a él: es algo que no es necesario ­probar. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo colgante, son­ríe de lástima cuando asiste a los combates navales de las naciones… ¡He allí un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad! Las órdenes en­fáticas de los superiores, los gritos de los heridos, los cañonazos, todo eso es ruido hecho adrede para ani­quilar algunos segundos… ¡El drama ha ter­minado, el Océano se lo ha metido todo en el vien­tre! ¡Oh, esas fauces formidables!... ¡Qué grandes deben de ser ha­cia abajo, en dirección a lo desconocido! Para coro­nar la estúpida comedia, que ni siquiera es interesante, se ve en los aires alguna cigüeña re­trasada por el cansancio que se pone a gritar, sin detener la amplitud de su vuelo: «¡Vaya!... ¡que cosa desagradable! Allá abajo había algunos puntos negros. Cerré los ojos… y desaparecieron». ¡Yo te saludo, vie­jo Océano!


Viejo Océano, oh gran solterón, cuando recorres la soledad so­lemne de tus reinos flemáticos, te enorgulle­ces con razón de tu magnificencia nativa y de los elogios genuinos que me apresuro a dedicarte. Mecido vo­luptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud ma­jestuosa, que es el más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu subli­me superficie, tus olas incomparables, con el sereno sentimiento de tu poder eterno. Pasan unas tras otras, paralela­mente, separadas por breves intervalos. Tan pronto como una dis­minuye, otra va a su encuentro creciendo, acompa­ñada por el ruido melancólico de la espuma que se des­hace, para advertirnos de que todo es espuma. (Así es como los seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de manera monótona, pero sin dejar tras ellos el ruido de la espuma). El ave pasajera descansa confiada so­bre ellas, y se deja llevar por sus movimientos, llenos de una gracia altiva, hasta que los huesos de sus alas recobran su vigor acostumbrado para continuar la peregrinación aérea. Quisiera que la majestad humana sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya; es mucho lo que pido. Este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la refle­xión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del pájaro, como las meditaciones del poeta. Eres más hermoso que la noche. Respóndeme, Océano, ¿quieres ser mi hermano?... Muévete con impetuosidad... más... más aún, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga tus zarpas lívidas y ábrete camino en tu propio seno... así está bien. Despliega tus olas horrendas, Océano espantoso, que sólo yo comprendo, y delante del que caigo, prosternándome ante tus rodi­llas. La majestad del hombre es prestada; él no logrará impresionarme: tú, sí. ¡Oh, cuando avanzas, con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos, como por una corte, magnetizador y salvaje, haciendo rodar tus olas una sobre la otra, con la conciencia de lo que eres, mien­tras lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento intenso que no pue­do descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hom­bres temen tanto, incluso cuando te contemplan sintiéndose seguros, temblorosos en la orilla; entonces me doy cuenta de que no es mío el insigne derecho de llamarme tu igual! Por eso, en presencia de tu superioridad, te da­ría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones hacia lo bello), si no me hicieras pensar, dolorosamente, en mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antíte­sis más cómica que alguna vez se haya visto en la creación: no puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti por milésima vez, a tus brazos amigos que se entreabren para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre desa­parece a su contacto? No conozco tu des­tino oculto; todo lo que te concierne me interesa. Dime, pues, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo... dímelo, Océano (a mí solo, para no entriste­cer a aquéllos que todavía no han conocido más que las ilusiones), y si el soplo de Satanás crea las tempestades que levan­tan tus aguas saladas hasta las nubes. Tienes que decírmelo, porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la últi­ma estrofa de mi invocación. ¡Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y despedirme de ti! Viejo Océa­no de olas de cristal... Mis ojos se humedecen con lágrimas abun­dantes, y no tengo fuerzas para continuar, ya que siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal; pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y, sentimiento del deber mediante, cumplamos con nuestro destino sobre esta tierra. ¡Yo te saludo, vie­jo Océano!

Traducción, para Literatura & Traducciones, de  MiguelÁngel Frontán.

NOTA 1: Georges-Édouard-Alexis Dazet (1852-1920), el hijo menor del tutor de Isidore Ducasse en Tarbes, desde la llegada a Francia del poeta a los trece años.
NOTA 2: George John Frederick Sackville (1793-1815), cuarto duque de Dorset, amigo de Lord Byron en la escuela de Harrow-on-the-Hill.
NOTA 3: A partir de “¡Ah, Dazet!” y hasta el final del párrafo, en la edición de 1869, este texto (correspondiente al Primer Canto, publicado sin nombre de autor en 1868) fue sustituido por el siguiente, evidentemente más impersonal: “¡Oh, pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía; tú, el más bello de los habitantes del globo terrestre, y que reinas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas; tú, en quien residen noblemente, como en su morada natural, por común acuerdo, con lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas, ¿por qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra a mi pecho de aluminio, sentados ambos en algún peñasco de la playa, para contemplar este espectáculo que adoro?” [Ô poulpe, au regard de soie ! toi, dont l’âme est inséparable de la mienne ; toi, le plus beau des habitants du globe terrestre, et qui commandes à un sérail de quatre cents ventouses ; toi, en qui siègent noblement, comme dans leur résidence naturelle, par un commun accord, d’un lien indestructible, la douce vertu communicative et les grâces divines, pourquoi n'es-tu pas avec moi, ton ventre de mercure contre ma poitrine d'aluminium, assis tous les deux sur quelque rocher du rivage, pour contempler ce spectacle que j’adore !].


CHANTS DE MALDOROR
CHANT PREMIER
(Fragment)

Je me propose, sans être nullement ému, d’entonner le chant sérieux et froid que vous allez entendre. Vous, faites attention à ce qu’il contient, et gardez-vous de l’impression pénible qu’il ne manquera pas de laisser, comme une flétrissure, dans vos imaginations troublées. Ne croyez pas que je sois sur le point de mourir, car je ne suis pas encore un squelette, et la vieillesse n’est pas collée à mon front. Écartons en conséquence toute idée de comparaison avec le cygne au moment où son existence s’envole, et ne voyez devant vous qu’un monstre, dont je suis heureux que vous ne puissiez pas apercevoir la figure, mais moins horrible est-elle que son âme !... Cependant je ne suis pas un criminel... Assez sur ce sujet. Il n’y a pas longtemps que j’ai revu la mer et foulé le pont des vaisseaux, et mes souvenirs sont vivaces comme si je l’avais quittée la veille. Soyez néanmoins, si vous le pouvez, aussi calmes que moi dans cette lecture que je me repens déjà de vous offrir, et ne rougissez pas à la pensée de ce qu’est le cœur humain. Ah ! Dazet ! toi dont l’âme est inséparable de la mienne ; toi le plus beau des fils de la femme1, quoique adolescent encore ; toi dont le nom ressemble au plus grand ami de la jeunesse de Byron ; toi en qui siègent noblement, comme dans leur résidence naturelle, par un commun accord, d’un lien indestructible, la douce vertu communicative et les grâces divines, pourquoi n’es-tu pas avec moi, ta poitrine contre ma poitrine, assis tous les deux sur quelque rocher du rivage, pour contempler ce spectacle que j’adore.

Vieil Océan, aux vagues de cristal, tu ressembles proportionnellement à ces marques azurées que l’on voit sur le dos meurtri des mousses ; tu es un immense bleu fait sur le corps de la terre : j’aime cette comparaison. Ainsi, à ton premier aspect, un souffle prolongé de tristesse, qu’on croirait être le murmure de ta brise suave, passe en laissant des ineffaçables traces, sur l’âme profondément ébranlée, et tu rappelles au souvenir de tes amants, sans qu’on s’en rende toujours compte, les rudes commencements de l’homme, où il fait connaissance avec la douleur qui ne le quitte plus. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ta forme harmonieusement sphérique, qui réjouit la face grave de la géométrie, ne me rappelle que trop les petits yeux de l’homme, pareils à ceux du sanglier pour la petitesse, et à ceux des oiseaux de nuit pour la perfection circulaire du contour. Cependant l’homme s’est cru beau dans tous les siècles. Moi, je suppose plutôt que l’homme ne croit à sa beauté que par amour-propre ; mais qu’il n’est pas beau réellement et qu’il s’en doute ; car pourquoi regarde-t-il la figure de son semblable avec tant de mépris ? Je te salue, vieil Océan!

Vieil Océan, tu es le symbole de l’identité : toujours égal à toi-même. Tu ne varies pas d’une manière essentielle, et si tes vagues sont quelque part en furie, plus loin, dans quelque autre zone, elles sont dans le calme le plus complet. Tu n’es pas comme l’homme, qui s’arrête dans la rue pour voir deux bouledogues s’empoigner au cou, mais qui ne s’arrête pas quand un enterrement passe ; qui est ce matin accessible et ce soir de mauvaise humeur ; qui rit aujourd’hui et pleure demain. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, il n’y aurait rien d’impossible à ce que tu caches dans ton sein de futures utilités pour l’homme. Tu lui as déjà donné la baleine. Tu ne laisses pas facilement deviner aux yeux avides des sciences naturelles les mille secrets de ton intime organisation : tu es modeste. L’homme se vante sans cesse, et pour des minuties. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, les différentes espèces de poissons que tu nourris, n’ont pas juré fraternité entre elles. Chaque espèce vit de son côté. Les tempéraments et les conformations qui varient dans chacune d’elles, expliquent d’une manière satisfaisante, ce qui ne paraît d’abord qu’une anomalie. Il en est ainsi de l’homme qui n’a pas les mêmes motifs d’excuse. Un morceau de terre est-il occupé par trente millions d’êtres humains, ceux-ci se croient obligés de ne pas se mêler de l’existence de leurs voisins, fixés comme des racines sur le morceau de terre qui suit. En descendant du grand au petit, chaque homme vit comme un sauvage dans sa tanière, et en sort rarement pour visiter son semblable, accroupi pareillement dans une autre tanière. La grande famille universelle des humains est une utopie digne de la logique la plus médiocre. En outre, du spectacle de tes mamelles fécondes se dégage la notion d’ingratitude, car on pense aussitôt à ces parents nombreux assez ingrats envers le Créateur pour abandonner le fruit de leur misérable union. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ta grandeur matérielle ne peut se comparer qu’à la mesure qu’on se fait de ce qu’il a fallu de puissance active pour engendrer la totalité de ta masse. On ne peut pas t’embrasser d’un coup d’œil. Pour te contempler, il faut que la vue se tourne par un mouvement continu vers les quatre points de l’horizon, de même qu’un mathématicien, afin de résoudre une équation algébrique, examine séparément les divers cas possibles avant de trancher la difficulté. L’homme mange des substances nourrissantes et fait d’autres efforts dignes d’un meilleur sort pour paraître gras. Qu’elle se gonfle tant qu’elle voudra, cette grenouille. Sois tranquille, elle ne t’égalera pas en grosseur ; je le suppose du moins. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, tes eaux sont amères. C’est exactement le même goût que le fiel que distille la critique sur les beaux-arts, sur les sciences, sur tout. Si quelqu’un a du génie, on le fait passer pour un idiot ; si quelque autre est beau de corps, c’est un bossu affreux. Certes, il faut que l’homme sente avec force son imperfection, dont les trois quarts d’ailleurs ne sont dus qu’à lui-même, pour la critiquer ainsi ! Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, les hommes, malgré l’excellence de leurs méthodes, ne sont pas encore parvenus, aidés par les moyens d’investigation de la science, à mesurer la profondeur vertigineuse de tes abîmes ; tu en as que les sondes les plus longues, les plus pesantes ont reconnu inaccessibles. Aux poissons ça leur est permis, pas aux hommes. Souvent je me suis demandé quelle chose était le plus facile à reconnaître : la profondeur de l’Océan ou la profondeur du cœur humain ! Souvent, la main portée au front, debout sur les vaisseaux, tandis que la lune se balançait entre les mâts d’une façon irrégulière, je me suis surpris, faisant abstraction de tout ce qui n’était pas le but que je poursuivais, m’efforçant de résoudre ce difficile problème ! Oui, quel est le plus profond, le plus impénétrable des deux, l’Océan ou le cœur humain ? Si trente ans d’expérience de la vie peuvent jusqu’à un certain point pencher la balance vers l’une ou l’autre de ces solutions, il me sera permis de dire que, malgré la profondeur de l’Océan, il ne peut pas se mettre en ligne, quant à la comparaison sur cette propriété, avec la profondeur du cœur humain. J’ai été en relation avec des hommes qui ont été vertueux. Ils mouraient à soixante ans, et chacun ne manquait pas de s’écrier : « Ils ont fait le bien sur cette terre, c’est-à-dire qu’ils ont pratiqué la charité : voilà tout, ce n’est pas malin, chacun peut en faire autant. » Qui comprendra pourquoi deux amants qui s’idolâtraient la veille, pour un mot mal interprété, s’écartent, l’un vers l’Orient, l’autre vers l’Occident, avec les aiguillons de la haine, de la vengeance, de l’amour et du remords, et ne se revoient plus, chacun drapé dans sa fierté solitaire. C’est un miracle qui se renouvelle chaque jour, et qui n’en est pas moins miraculeux. Qui comprendra pourquoi l’on savoure non seulement les disgrâces générales de ses semblables, mais encore les particulières de ses amis les plus chers, même de son père et de sa mère, tandis que l’on en est affligé en même temps ? Un exemple incontestable pour clore la série : l’homme dit hypocritement oui et pense non. C’est pour cela que les hommes ont tant de confiance les uns dans les autres, et ne sont pas égoïstes. Il reste à la psychologie beaucoup de progrès à faire. Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, tu es si puissant que les hommes l’ont appris à leurs propres dépens. Ils ont beau employer toutes les ressources de leur génie... ; incapables de te dominer. Ils ont trouvé leur maître. Je dis qu’ils ont trouvé quelque chose de plus fort qu’eux. Ce quelque chose a un nom. Ce nom est : l’Océan ! La peur que tu leur inspires est telle qu’ils te respectent. Malgré cela, tu fais valser leurs plus lourdes machines avec grâce, élégance et facilité. Tu leur fais faire des sauts gymnastiques jusqu’au ciel, et des plongeons admirables jusqu’au fond de tes domaines : un saltimbanque en serait jaloux. Bienheureux sont-ils quand tu ne les enveloppes pas définitivement dans tes plis bouillonnants pour aller voir, sans chemin de fer, dans tes entrailles aquatiques, comment se portent les poissons, et surtout comment ils se portent eux-mêmes. L'homme dit : « Je suis plus intelligent que l’Océan. » C'est possible, mais l’Océan lui est plus redoutable que lui à l’Océan : c’est ce qu’il n’est pas nécessaire de prouver. Ce patriarche observateur, contemporain des premières époques de notre globe suspendu, sourit de pitié quand il assiste aux combats navals des nations... Voilà une centaine de léviathans qui sont sortis des mains de l’humanité ! Les ordres emphatiques des supérieurs, les cris des blessés, les coups de canon, c’est du bruit fait exprès pour anéantir quelques secondes... Le drame est fini, l’Océan a tout mis dans son ventre ! Oh ! cette gueule formidable !... Combien grande doit-elle être vers le bas, dans la direction de l’inconnu ! Pour couronner la stupide comédie, qui n’est pas même intéressante, on voit au milieu des airs quelque cigogne attardée par la fatigue, qui se met à crier, sans arrêter l’envergure de son vol : « Tiens ! je la trouve mauvaise !... Il y avait en bas des points noirs. J’ai fermé les yeux... ils ont disparu. » Je te salue, vieil Océan !

Vieil Océan, ô grand célibataire, quand tu parcours la solitude solennelle de tes royaumes flegmatiques, tu t’enorgueillis à juste titre de ta magnificence native, et des éloges vrais que je m’empresse de te donner. Balancé voluptueusement par les molles effluves de ta lenteur majestueuse, qui est le plus grandiose parmi les attributs dont le souverain pouvoir t’a gratifié, tu déroules, au milieu d’un sombre mystère, sur toute ta surface sublime, tes vagues incomparables, avec le sentiment calme de ta puissance éternelle. Elles se suivent parallèlement, séparées par de courts intervalles. À peine l’une diminue, qu’une autre va à sa rencontre en grandissant, accompagnées du bruit mélancolique de l’écume qui se fond, pour nous avertir que tout est écume. (Ainsi les êtres humains, ces vagues vivantes, meurent l’un après l’autre d’une manière monotone, mais sans laisser de bruit écumeux.) L’oiseau de passage se repose sur elles avec confiance, et se laisse abandonner à leurs mouvements pleins d’une grâce fière, jusqu’à ce que les os de ses ailes aient recouvré leur vigueur accoutumée pour continuer le pèlerinage aérien. Je voudrais que la majesté humaine ne fût que l’incarnation du reflet de la tienne ; je demande beaucoup. Ce souhait sincère est glorieux pour toi. Ta grandeur morale, image de l’infini, est immense comme la réflexion du philosophe, comme l’amour de la femme, comme la beauté divine de l’oiseau, comme les méditations du poète. Tu es plus beau que la nuit. Réponds-moi, Océan, veux-tu être mon frère ?... Remue-toi avec impétuosité... plus... plus encore, si tu veux que je te compare à la vengeance de Dieu ; allonge tes griffes livides en te frayant un chemin sur ton propre sein... c’est bien. Déroule tes vagues épouvantables, Océan hideux, compris par moi seul, et devant lequel je tombe, prosterné à tes genoux. La majesté de l’homme est empruntée ; il ne m’imposera point : toi, oui. Oh ! quand tu t’avances la crête haute et terrible, entouré de tes replis tortueux comme d’une cour, magnétiseur et farouche, roulant tes ondes les unes sur les autres, avec la conscience de ce que tu es, pendant que tu pousses des profondeurs de ta poitrine, comme accablé d’un remords intense que je ne puis pas découvrir, ce sourd mugissement perpétuel que les hommes redoutent tant, même quand ils te contemplent en sûreté, tremblants sur le rivage, alors je vois qu’il ne m’appartient pas, le droit insigne de me dire ton égal. C’est pourquoi, en présence de ta supériorité, je te donnerais tout mon amour (et nul ne sait la quantité d’amour que contiennent mes aspirations vers le beau), si tu ne me faisais douloureusement penser à mes semblables, qui forment avec toi le plus ironique contraste, l’antithèse la plus bouffonne que l’on ait jamais vue dans la création : je ne puis pas t’aimer, je te déteste. Pourquoi reviens-je à toi pour la millième fois, vers tes bras amis qui s’entrouvrent, pour caresser mon front brûlant, qui voit disparaître la fièvre à leur contact ! Je ne connais pas ta destinée cachée ; tout ce qui te concerne m’intéresse. Dis-moi donc si tu es la demeure du prince des ténèbres. Dis-le-moi... dis-le-moi, Océan (à moi seul, pour ne pas attrister ceux qui n’ont encore connu que les illusions), et si le souffle de Satan crée les tempêtes qui soulèvent tes eaux salées jusqu’aux nuages. Il faut que tu me le dises, parce que je me réjouirais de savoir l’enfer si près de l’homme. Je veux que celle-ci soit la dernière strophe de mon invocation. Par conséquent, une seule fois encore, je veux te saluer et te faire mes adieux ! Vieil Océan, aux vagues de cristal... Mes yeux se mouillent de larmes abondantes, et je n’ai pas la force de poursuivre, car je sens que le moment est venu de revenir parmi les hommes, à l’aspect brutal ; mais... courage ! Faisons un grand effort, et accomplissons avec le sentiment du devoir notre destinée sur cette terre. Je te salue, vieil Océan !