lunes, 12 de marzo de 2012

Azorín: Stendhal



STENDHAL


¿Podemos considerar a Stendhal como un hispanista? Si por hispanista entendemos hombre que hace profesión de estudiar a España por modo grave, magistral y dogmático, seguramente que Stendhal no es un hispanista. Tampoco lo sería Mérimée, aunque tiene estudios serios y graves sobre España. Pero Stendhal es hispanista en el sentido amplio de escritor que ama a España y —lo que es más— que cree, al igual que Víctor Hugo, llevar en sus venas sangre española y encarnar en su espíritu el aliento español. Y habrá muchos lectores que pregunten: ¿Cómo se podría tener una idea de Stendhal? ¿Qué hizo este escritor y quién fue? Henri Beyle fue un escritor que vivió obscuramente y que durante su vida no gozó de renombre ni de consideración literaria. Escribió mucho; la causa de su infeliz suceso estriba, principalmente, en haber escrito de cosas literarias, de imaginación, como quien escribe de álgebra; él mismo decía que todas las mañanas repasaba, antes de ponerse a escribir, unos cuantos artículos del Código civil para ponerse a tono.

Si se tiene en cuenta que la época en que Stendhal escribía era la del florecimiento romántico, se comprenderá como este autor, que componía novelas en estilo de Código, no había de gustar a un público que se extasiaba con la profusión verbal y los esplendores líricos de los románticos : de un Hugo o de un Chateaubriand. Beyle lo comprendía, y, teniendo fe en su propia obra, auguró —en 1830— que allá para 1880 sería apreciada su labor. Comenzó, en efecto, a leerse, a estudiarse, a propagarse la obra de Beyle por la fecha indicada; escritores de diversa índole proclamaban la exquisitez y meollo de este peregrino autor.

Interrumpamos el proceso de la nombradía de Beyle para hablar de su españolismo. Se nos antoja que la doctrina españolista del agudo psicólogo no difiere, esencialmente, del españolismo de un Hugo o un Mérimée; mas en Stendhal se halla más cabal y rigurosamente expresada. Todos parten de la base de caballerosidad española; todos aceptan —o crean ellos— un concepto de fiereza o de rigidez como innatos en el español. Pero hay en Stendhal un matiz importantísimo que conviene señalar: Beyle pone en el españolismo una nota de ingenuidad que acredita en este autor su profunda intuición psicológica. El español es fiero, es altivo, es digno; pero, sobre todo, el español antes que descender de su elevado concepto de la caballerosidad se dejará engañar y saquear; mejor dicho, esta misma idea del honor que el español tiene le hace ingenuo, confiado y sencillo frente al mundo y sus tráfagos y engaños. Hay, en el sentir de Stendhal, un cierto desdoro, un cierto menoscabo de la propia personalidad en descender a un plano de realidades y detalles prosaicos. En la autobiografía del autor titulada Henry Brulard es donde Beyle explica su españolismo. Stendhal pisó tierra española; veinticuatro horas estuvo en Barcelona (1837); de ello habla el autor en sus Memorias de un turista. Dos años antes, en 1835, en una carta dirigida desde Italia, al Duque de Broglie (puede verse la Correspondencia del autor) Beyle, a la sazón cónsul, expresa el deseo de que, por motivos de salud, se le destine a «un consulado de España, en las orillas del Mediterráneo».

La doctrina le fue infundida a Stendhal por una parienta suya que sobre él ejerció gran influencia. «Mi tía Isabel — escribe el autor — tenía el alma española; su carácter era la quinta esencia del honor; ella me comunicó esta manera de sentir, y de ahí la serie ridícula de mis tonterías cometidas por delicadeza y vastedad de alma.» Léase bien este texto: tonterías ridículas, porque siendo el autor, o queriendo ser, un realista , un discípulo de filósofos, materialistas, un hombre, en fin, que está de vuelta de todo, enterado y práctico, su españolismo le hace a cada paso, o de cuando en cuando, encontrarse con que es ingenuo, candoroso, ante un lance de la vida o un aspecto del mundo, y que procede como un Quijote ambicionando ser un Sansón Carrasco. Cuando, en una conversación, uno de los conversadores hace una observación ingenua y noble y se le replica cariñosament : «¡ Qué tonto es este hombre!», ¿no advertimos bien claramente la diversidad de atmósfera moral y psicológica en que uno y otro interlocutor están, en este instante, colocados? ¿No se sonrojará un poco de su inocencia el reprendido? Pues este sonrojo — causado por su españolismo — es el que no quería tener Stendhal. Y, sin embargo, ¡qué enaltecedor sonrojo! Pero, por otra parte, ¡qué peligroso el marchar por la vida con esa ingenuidad y con ese candor!

«Me falta habilidad —escribe también Stendhal—; todos los días, por españolismo, me engañan en un franco o dos cuando hago compras.» El españolismo tiene también para Beyle otras dos consecuencias: «Primera, yo aparto la mirada de todo lo que es bajo. Segunda, yo simpatizo, como cuando tenía diez años y leía a Ariosto, con todo lo que son cuentos de amor, de bosques (las selvas y su vasto silencio), de generosidad.» ¿Queda bien definida la característica del españolismo de Stendhal? Su españolismo es candor; su españolismo es el mismo Don Quijote; Beyle nos cuenta que leyó extasiado en su niñez el gran libro.

El prestigio de Henri Beyle se ha ido consolidando. Existe —como respecto de Montaigne, de Shakespeare, de Rabelais y de otros— una sociedad de amigos de Beyle : el Stendhal Club. Un editor, Champion, ha editado recientemente una monumental, primorosísima, edición de las obras de este autor. Stendhal no es lo que quieren sus exaltados panegiristas; con él ha acontecido como con el Greco en España. Un apaciguamiento del entusiasmo ha venido a colocar a los dos artistas en el lugar que, en estricta justicia, les corresponde. No es un cincelador del estilo Henri Beyle; desdeña el primor de la prosa; cuesta trabajo el leerle, y a veces estas dificultades llegan a tártagos y enojos. El encarecimiento que hacía Taine era exagerado. Pero Stendhal será leído siempre como profundo pintor de caracteres, monografista de pasiones, psicólogo escueto, seco y preciso. Los españoles le debemos el que haya adivinado con intuición maravillosa uno de los rasgos fundamentales de nuestro carácter.

AZORÍN (Entre España y Fancia. Hispanistas.)